Soy Nayari y comparto ideas. Hoy te cuento sobre mi sensación de vértigo. Soy una persona con algunos - cuantos- miedos y durante toda mi vida he tenido que aprender a trascender estos miedos. He aprendido algo sobre esta emoción: no trato de superarlo, porque igual y es parte de mí, pero sí trato de vivir a pesar del miedo.
Mi miedo más clásico es a los perros. Cuando era pequeña me costaba mucho estar en un espacio donde había perros. Hoy en día me cuesta, pero ya es algo que, dependiendo del momento o del lugar, puedo tolerarlo más o menos. No sabría decir que es miedo al animal como tal, es sobre todas las cosas una gran incomodidad. También me pasa con los gatos, pero esto es más reciente. Mi incomodidad con ambos tipos de animales está muy relacionada a qué tanto busca el animal acercarse a mí. No me gusta que los perros se me monten encima, que me huelan, que me laman. Me gusta menos aún que un gato me salte encima. Mientras que estos animales se mantengan lejos de mí, no me importa tanto compartir el mismo espacio.
Ese miedo me ha acompañado toda mi vida. Luego hay otros miedos que han ido surgiendo tras algunas experiencias. Por ejemplo la vez que de pequeña fui a una cascada en el Ávila (el cerro emblemático de Caracas), esta cascada se llama Chacaíto y parte del camino es estrecho, demasiado estrecho y abismal. Mi recuerdo de ese paseo es traumático. Recientemente fui con mi esposo e hijos y reviví el sentimiento de desagrado y molestia de la primera vez. Pero creo que no había sido consciente de que lo que estaba dominando en mí en esos paseos era la sensación de vértigo.
Vértigo, la RAE lo define, en su acepción psicológica, como: “sensación de inseguridad y miedo a precipitarse desde una altura o a que pueda precipitarse otra persona”. Eso. Eso fue lo que sentí. Fui muy consciente el pasado fin de semana.
Para ponerte en contexto: algo que disfruto mucho de Caracas es el Ávila. Me genera una sensación de renovación cada vez que lo subo. Me he obsesionado con la idea de acampar allí y ver el amanecer desde uno de sus picos. Quiero conquistar todas sus cumbres. Anhelo conocer cada una de sus rutas, ríos y cascadas y deseo profundamente transmitir este mismo amor por la montaña a mis hijos.
Así que con cierta frecuencia nos lanzamos unos paseos familiares al Ávila. Son paseos de más de cinco horas para los cuales me preparo con suficiente agua y comida. Mi hijo mayor no tolera mucho el hecho de que cambiemos un día entero de flojera y televisión por subir a la montaña, tampoco tolera muy bien el calor, el roce del monte en su piel, el sol y los desafíos inesperados del sendero. Yo trato de acompañarlo en su emoción y de hacerle ver que, aunque no disfruta mucho esta parte de los paseos, siempre encuentra algo que le agrada mucho: como una refrescante cascada, un espacio de tierra con el cual jugar, una vista agradable. Sé que suena a cosas que una mamá diría, pero créeme cuando te digo que mi hijo disfruta eso de la montaña. Mi hija pequeña es una aventurera y ama conocer nuevas rutas y senderos, así que ella va feliz a todos estos paseos.
Pasó que fuimos a conocer una nueva ruta pero ese día mi hijo estaba especialmente sensible y con muy pocas ganas de subir. El camino se hizo tortuoso cuando mi hijo colapsó y se desbordó, él ya no podía más, estaba profundamente molesto con la situación y esto fue especialmente difícil para mí. Mi fortaleza mental se derrumbó. Entonces la “sensación de inseguridad y miedo a precipitarse desde una altura” se hizo presente. Me mareé, me costaba respirar, empezaron las señales tempranas de una migraña atroz. La subida empinada, el paisaje abismal, el sol inclemente, todo empezó a transformame y ya no era una persona con ánimos de seguir.
No quería quedarle mal a mi hija y a mi esposo quienes ya habían avanzado. Pero ya no era el apoyo que mi hijo necesitaba ni tampoco podía seguirle el paso a mi esposo y a mi hija. Así que tuve que confesarlo: tengo vértigo.
Luego de una pequeña conversación tomamos la decisión de regresar, cambiar de planes e igual visitar un pequeño río que estaba en otra zona. A mi regreso pensé mucho. Me di cuenta de que el vértigo se había manifestado de una manera física incluso. Me sentí muy mal por no haber cumplido con la ruta, pero creo que estuvo bien haberme reconocido en ese momento.
Este sendero es hermoso y me he prometido a mí misma volver y conquistarlo. Conversé con mi hijo y también estuvo de acuerdo en que se animaría a superar este desafío en la próxima visita. No quiero decirte que estamos frente a un final de película de Hollywood, pero sí me parecía valioso compartir esto. Así, sin mayores lecciones, simplemente con el ánimo de contarte que a veces no somos conscientes de estas cosas de nuestras vidas, no les hacemos caso, las ignoramos y vamos arrastrando recuerdos, traumas y creencias que a lo mejor, si nos damos la oportunidad, podemos verlas desde otra perspectiva que nos permita ponderar si queremos dejar de vivir experiencias por miedo o si nos decidimos por vivir a pesar del miedo.
Al final la vida es todo: un sendero hermoso, un abismo constante, un miedo profundo e intenso, una sensación de pérdida de equilibrio, unas ganas locas de explorar, un amor por la montaña.